Año XI

nº VI

Septiembre 2006

                          

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Joan Bautista Torras Casamitjana está reconocido hoy en día como uno de los mejores peritos de antiguas escafandras de buzo, y uno de sus más señalados coleccionistas. Valorados sus amplios conocimientos en todos los foros especializados, aporta su consejo a varias casas de subastas, que recurren a su dictamen para dirimir si el objeto que se les presenta es auténtico. Poseedor de una impactante selección de piezas continuamente mejoradas, ya quedó prendado del mar en sus años infantiles, en aquellos veraneos gerundenses en las playas de Llafranc. Pero el devenir de las escafandras en sí mismo merece unos cuantos párrafos.

 

 

 

La historia de la escafandra comienza con el interés del hombre por permanecer más tiempo bajo el agua. Basándose en los materiales y las formas de las barcas de pesca, los primeros inventos recibieron ese nombre del griego skaphe andros, "bote de un hombre". 

                                                                                                                                                                                                         

A grandes rasgos, las crónicas recogen como uno de los primeros experimentos modernos el realizado por Freminet en 1772, una máquina subacuática de cuero con la cabeza de cobre, en la que el buzo iba encerrado herméticamente en un depósito que contenía nueve pulgadas cúbicas de aire (1,5 dm3) y dos tubos elásticos que comunicaban con la boca para aspirar y con el volumen del casco para sacar el aire espirado.  

 

Un par de años después (1774), ante el rey de Suecia se probaba un invento de Hammar Triewald: Con el permiso del rey, el inspector de buzos Jonás Dahlberg bajó al fondo de un lago donde quedaban restos de naufragios, recorrió veinte brazas, explicó lo que veía y hasta recitó unos poemas que fueron escuchados por su Majestad mediante un tubo largo de trece brazas (trece veces la distancia de una mano a la otra con los brazos extendidos).

 

Fue el valenciano Vicente Ferrer quien diseñó en marzo de 1792 un aparato que bautizó como Conquistador de los Mares, un recipiente esférico de cobre abierto por su base, donde se introducía el operador hasta la cintura, sujeto por un faldón de cuero. Pasaba los brazos por mangas de cuero y veía a través de un portillo acristalado. De la parte superior salía un tubo de cuero hacia la superficie, de donde recibía el aire.

 

El interés del buceo iba en aumento, y el español Ángel de Albizu creó una máquina para trabajar bajo el agua. Una cédula real le concedía Privilegio para que nadie más pudiera fabricar ni usar su máquina durante diez años. El inventor entregaría todas las anclas y cañones que sacara, quedándose el resto del material después de declarar la plata y joyas que consiguiera. Eso último ocasionó un pleito de seis años.

 

Ya se acababa el siglo cuando en 1797 el alemán Klingert diseñó el primer equipo que se puede considerar completo para bucear. Era un gran casco y cuerpo de metal conectados por un saco de cuero sujeto por correas. En la parte baja del cinturón llevaba un pantalón corto de cuero y se le suministraba aire por dos tubos. La novedad era que se podía controlar la presión del aire por una manivela que conectaba un cilindro con un pistón y una transmisión sinfín con un juego de piñones. Con una reserva de 1,273 dm3, el aumento de presión que podían conseguir era del 5% de una atmósfera. No le eximía de hemorragias por sobrepresión, pero era otro paso más.

 

Siguieron los inventos: en 1799 Sánchez de Campa consiguió que se le reconociera como propio el invento que le había robado a Pedro Ángel de Albizu. Dos años después, el proyectista de Reus (Tarragona) Pedro Padret promocionó ante la Armada un aparato con el que los buzos “pueden trabajar fácilmente bajo el agua, barrenar, introducir fuego para echar barrenos y sacar piedras para quitar cualquier tropiezo o losas que haya en los puertos. Para trabajar se hace un vestido con pieles de cabra. Se une por el cuello a una manguera del mismo género y de dos en dos palmos lleva aros de hierro, formando hasta salir del agua una especie de cono truncado que se parece a un embudo”.

 

Forder (1802), Fullarton (1805), Fradin (1808), Drieberg (1808), abrieron el camino al inglés Augusto Siebe, que en 1819 diseñó el primer traje propiamente dicho: una escafandra metálica unida a una chaquetilla que llegaba a la cintura, por donde salía libremente el aire exhalado. El problema era que el buzo no podía inclinarse so pena de llenarse de agua. No obstante, fue el modelo que adoptaron las administraciones francesa e inglesa. Vigente todavía en 1950, se le llamaba “modelo de los 130 años”.

 

El propio Siebe modificó posteriormente (1837) su traje abierto, cerrándolo por completo excepto en las manos, ajustadas con manguitos. Era impermeable, de lona cauchutada sobre el que se atornillaba una esfera de cobre con tres mirillas circulares. El aire entraba en la esfera por un manguito superior y se vaciaba por otro situado en el lado inferior izquierdo. Se encajaban ambas piezas por una junta de media vuelta hermética. Para evitar una subida en balón, llevaba pectorales y botas de plomo. Tuvo gran éxito en los trabajos con el navío hundido Royal George, ya que permitió a los buzos trabajar en seco y protegidos del frío, moverse y ascender a voluntad. Y fue el que hizo servir Louis Boutan en 1893 para realizar las primeras fotografías submarinas.

 

Charles Anthony Deane patentó en 1823 un casco cerrado para los bomberos que les permitía acercarse al fuego sin inhalar humo ya que recibían aire fresco a través de una manguerita. Cinco años después, este sistema se modificó para poder ser usado también bajo el agua como "equipo de buceo".

 

Rouquayrol (ingeniero de minas) expuso en 1864 un sistema que permitía almacenar el aire expirado en un depósito a la espalda, que servía de reserva de emergencia en caso de que fallara el suministro en superficie. Lo había diseñado para proteger a los mineros que trabajaban en galerías contaminadas de gases.

 

El modelo de Siebe ha sido el más utilizado y el más copiado, con todas las variaciones posibles. Todavía está en uso en algunos países asiáticos y en China. Los rusos modificaron el modelo de escafandra consiguiendo un formato universal al que llamaron "UN", apto para todos los trajes, tuvieran 3 ó 12 tornillos de fijación. De la inventiva rusa también salió el modelo BKC 57 (1960), capaz de cambiar automáticamente de aire a mezcla de helio cuando el buzo superaba la cota de -60 m. y que le permitía llegar a los -120 m.  

 

 

Toda esa historia estaba esperando al niño Joan, que ajeno al peso real de una escafandra, aprendía a caminar jugando en las arenas de la playa. Pasarían los años, llegaría la Universidad y  el buceo como prolongación natural de tantas horas de Costa Brava, su formación como Ingeniero Industrial (1969), el C.R.I.S. (1970) y los primeros trabajos retribuidos (1974, 1975, esos que le darían los parámetros para crear una estructura empresarial de trabajos submarinos. Tras un enfrentamiento con la familia para seguir su propio camino, se dedicó a los reflotes, rescates, obras públicas y trabajó sin parar. Pero Joan Torras, con óptica de ajedrecista, no dejaba de mirar un par de movimientos más allá. Y se dio cuenta de que a medio plazo ese mercado se agotaría. Sale su faceta de ingeniero cuando, lápiz en mano, explica las particularidades de la construcción de puertos, rompeolas, los emisarios submarinos de las depuradoras, los cambios químicos y físicos, los problemas de la lluvia sobre los depósitos a cielo abierto...

                                                                                                                                 

Así que, sin dejar su actividad de buceo profesional, montó en Mas Vermey, la vieja masía familiar del s.SVI, un centro de buceo que es emblemático en la zona. Fue coralero cuando se podía, buzo profesional cuando el encargo era muy especial, patrón de embarcación en su propio centro… y en esa nueva etapa fue dejando aflorar su fascinación por las escafandras antiguas.

      

Posee un buen muestrario de los mejores ejemplares y con el tiempo se ha ido dedicando, más que a ampliar indefinidamente su número, a mejorar su calidad. Fue  adquiriendo piezas raras, o piezas que ya tenía, pero que estaban en mejor estado. Se fue convirtiendo en un experto. Conectado con otros peritos de medio mundo mediante Internet, da vuelta a las imágenes, escudriña arañazos, tamaño de placas de identificación, forma de estar colocadas, año de fabricación… todos los detalles pueden ser importantes para decidir si lo que tiene delante es una Dräger o una buena imitación actual deliberada para la estafa... o de su propia época para venderla mejor. Pasea entre las piezas que enseñorean su casa y va comentando "por cualquier rincón un calderero se ponía a hacer una escafandra de buceo para que los pescadores de la zona pudieran ganarse un dinero extra. Eran modelos con más pena que gloria, pero tienen su valor. Las que tenían un fabricante reconocido detrás, identificadas con su placa, su año de construcción y su contraste de metales, eran indudablemente más caras. Y por tanto, se falsificaban. Y algunas veces es difícil detectar una de esas falsificaciones, que tienen tanta edad como el original".   

 

Su trabajo de peritaje es una garantía imprescindible cuando se trata de objetos que pueden moverse entre las 100.000 y los 25 millones de las antiguas pesetas (se pidió por una Henke), dependiendo de su originalidad y de las ganas del comprador. Y después están las incidencias en una compra internacional. En una ocasión, unas botas de plomo de un traje de buzo compradas en China quedaron retenidas en la aduana porque el vendedor las declaró como “zapatos de buzo” y coincidieron con el boom de ventas de calzado que amenazaba la industria de Alicante. Aclarado el caso, pudieron llegar a destino.

 

Con las escafandras de su colección descansan docenas de artículos necesarios para su uso: las inevitables botas, pectorales, guantes, los rudimentarios teléfonos... Yacen junto a los más variopintos objetos procedentes del mar, desde un bibotella con su bitráquea lleno de incrustaciones (¿qué historia podría contar?) a grandes ramas de coral de cuando extraerlo era un legal y lucrativo negocio. 

 

Curiosamente, una de las zonas que disponen de más escafandras antiguas es Sudamérica. A raíz de tantos hundimientos de barcos cargados de tesoros,  acudieron en masa buzos europeos, y la zona se fue salpicando de escafandras abandonadas, trajes, botas… equipos que algunos lugareños tienen como objetos curiosos sin más (una escafandra es un sólido taburete), y que están dispuestos a vender negociando con su peculiar estilo. Joan Torras ha comprobado que esas personas, ajenas muchas veces al mundo empresarial, se  interesan por lo humano de quienes quieren comprar sus objetos, por su vida personal, su apariencia. Un pescador ecuatoriano que poseía una escafandra interesante le comentó que había tratado con él por teléfono e incluso por Internet, pero que no sabía qué cara tenía, cómo había sido su infancia, cómo era su casa… y eso le hacía desconfiar de sus buenas intenciones. Torras incluyó en su página Web unas fotografías de su juventud, de sus primeras inmersiones, de su casa… y recibió un mensaje en el que el vendedor le comentaba que se notaba que era indiscutiblemente buena persona. Consiguió la venta y plantó la semilla para otras.

 

Con las escafandras como una de los ejes de su actividad, es cofundador de la Sociedad Histórica del Buceo en España, nacida en mayo de 2006 y cuyo presidente es Juan Ivars Perelló, autor, junto a Tomás Rodríguez Cuevas, de un libro de consulta imprescindible: (como ha sido el caso para la elaboración de este artículo), Historia del Buceo, su Desarrollo en España.

 

Y con el centro de buceo como escenario de sus operaciones, bucea  incansablemente por todos los mercados físicos y virtuales y atiende a todos los avisos para conseguir las mejores piezas de los mejores fabricantes: una impecable Siebe, una sólida Dräger alemana, una pesada rusa, una Mark americana...

 

 

 

Marga Alconchel

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